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George C. de Lantenac.

George C. de Lantenac: La verdad es concreta.

 

 

La verdad es concreta.

 

 

 Esperábamos en la estación, fuera del edificio, en los andenes; yo era un niño. La mañana me resultaba fría. Mi padre me daba la mano, la gorra identificativa bajo el brazo; mi madre me sonreía desde la taquilla del despacho de billetes.

 

 Observaba el poderoso perfil de mi padre; la nariz frágil, aquilina, los destacados pómulos, la ausencia de labios. La expresión siempre afectuosa, siempre la cálida mirada que tanto añoro desde que murió.

 

 Viajeros y familiares pasaban a nuestro lado; alguno se paró para preguntar a mi padre una hora o un destino o un andén. Nuestro tren no llegaba; mi madre se reunió con nosotros e intercambió en voz baja unas palabras con mi padre. Mi madre sobrevaloraba su capacidad de disimulo, de hacerse inaudible creyendo usar el volumen de su voz a capricho. La escuché bien: últimos billetes, último vagón, última clase. Mi padre la besó en la mejilla y su rostro afable, comprensivo, devolvió un color de alegría al rostro de mi madre. Y por extensión al mío.

 

 Mi madre se agachó a la altura de mi cabeza para cerrar bien mi abrigo. Nuestro tren llegó y mi padre así nos lo indicó. De pronto, sentí cómo me apretaba moderadamente la mano. Le miré. Varias personas bajaron del vagón al cual subiríamos nosotros y en una de ellas fijaba mi padre su mirada. Seguía sus movimientos y susurró un nombre y un apellido, en alemán: Bertolt Brecht.

 

 Bertolt Brecht. No los he olvidado, porque eran el nombre y el apellido escritos en libros de mi padre. Apareció la duda en su expresión. Quien fue llamado Bertolt Brecht se detuvo, dejando un pesado equipaje a su lado; miró un reloj.

 

 No pude oír las palabras que mi padre le dijo a mi madre; soltó mi mano, me dejó con ella y se alejó en dirección de quien había sido llamado Bertolt Brecht. Pasos precipitados hasta que estuvo a pocos metros; todos los movimientos de mi padre hasta ese momento delataban expectación; desde ese momento, la transparente bondad de sus gestos decía un agradecimiento. Mi padre se inclinó hacia Bertolt Brecht, que no había reparado en él hasta entonces; debió saludar y en la entonación se descubriría su azoramiento, su disculpa. Miró a mi padre y sus labios dibujaron una respuesta, probablemente en alemán; la mirada tímida, al principio; Bertolt Brecht miró alternadamente los ojos de mi padre. Y un contento como un pudor apareció en sus labios.

 

 Pocos minutos. Yo sólo podía ver a uno de ellos hablar, pero conservo aún la impresión de que reflejaba la expresión del otro. Una límpida empatía.     

 

 Mi madre llamó desde donde estábamos a mi padre, por su nombre – lo que no hacía en público, salvo urgencia –, y entonces le vi estrechar amistosamente la mano de Bertolt Brecht. Caminaba hacia nosotros, observado por quien acababa de dejar, el rostro grato.   

 

 Nos instalamos incómodamente en el vagón. Estuvimos estacionados un tiempo. Partimos. Mi padre no había hablado desde que regresara y aún permanecía silencioso, observando el exterior a través de las rayadas ventanas. Mi madre conocía bien esos momentos y no interrumpía nunca esa soledad acompañada en la cual solía abismarse mi padre. Yo no evitaba no apartar los ojos de él. No podría asegurar que lo supiera; de ser así, mi padre estaría molesto consigo, por no poder evitarlo, por no poder evitarse.

 

 Doy continuidad a este recuerdo en el día en que comunicaron el accidente.

 

 Aquella tarde. Yo había llegado dos días antes desde la universidad para visitar a mis padres. Un coche desconocido paró frente a aquella última casa que el ejército nos había proporcionado cerca de las instalaciones militares. Mi madre abrió la puerta a un oficial de aviación. Permanecieron en el vestíbulo, en pie; yo oía el rumor de la voz masculina, discreto, monocorde, estremecido por cuanto la imaginación añadía a lo inusual. Quiero decir que mi sensibilización me dictaba palabras desde que viera la luz de los faros del coche a través de la ventana.

 

 Y entonces percibí un gemido como una confirmación. Una puerta que se cierra. Salí al encuentro de mi madre y no la encontré inmediatamente. Penetré en la cocina y observé – admiré – su figura en la contraluz de la alta ventana, inclinada, la cabeza alta. Me esperaba, la mirada fija en la puerta, los ojos secos, serena.  

 

 - Nos recogerá por la mañana. Plancharé tu traje.

 

 La tamizada iluminación de la cocina me afirmaba que era cierto. Noticia,  informada. Mi madre se movía en el piso superior. Yo me dirigí al fondo de la sala y me senté frente al escritorio del último despacho improvisado que mi padre dispuso – que siempre disponía –, en el rincón menos luminoso de la casa de la época. Observé los lomos de sus libros, las viejas revistas, los periódicos del presente mes amontonados. Ignoro por qué recordé el encuentro de mi padre con Bertolt Brecht. Sus rostros, sus sonrisas, sus reconocimientos. Sé que me encontré buscando sus libros sobre el material confusamente ordenado de mi padre, revisando las revistas, los periódicos. Hasta que hallé su cuaderno de notas. Pasaba las páginas, buscando el nombre y apellidos alemanes, entre los cientos de citas tomadas de cientos de lecturas. Y finalmente apareció Bertolt Brecht:

 

 

Die Wahrheit ist Konkret.

( La verdad es concreta ).

 

 

 Sólo. Ávido, repasé de nuevo las páginas, desde el comienzo. Me recuerdo, entonces, impaciente, incrédulo, incomprensivo, pues instalado en la necesidad de equilibrar el ciego pulso de una emoción. 

 

 El atardecer estaba oscureciendo la habitación. No había oído bajar a mi madre, que había vuelto a la cocina. Me levanté y caminé sin ver. En el umbral de la puerta, mi madre, silenciosa, disponía la mesa. Me miró. Me acerqué y la ayudé. La cena, la presencia de comida ante nosotros, me resultaba excesiva. No sabía entonces – apenas hoy – de los vacíos a llenar o a esconder en una dedicada ocupación cuya dinámica finge progreso o página pasada, o identidad; no sabía – apenas hoy – que hay silencios como preguntas. Cada plato mostraba su habitual impecable presentación. Me sentí encogido – acaso avergonzado; era muy joven, sin embargo – cuando observé – desde fuera, atento a las evoluciones de rostros y cuerpos familiares en un entorno conocido – que nos servíamos. Porque mi padre se ocupaba, siempre, de hacerlo … y de insistir cuando acabábamos o estábamos cerca de hacerlo, siempre innegable porque siempre dulce.

 

 Terminamos. No le ofrecí a mi madre recoger la mesa con ella; la miré mientras dudaba y, en sus ojos, una llamita como una sombra anunciaba una espera como una costumbre. Pero mi padre yacía lejos.

 

 No recuerdo el tránsito. Me recuerdo ya en la penumbra, acercándome nuevamente hacia el escritorio de mi padre. Tanteé y encontré la lámpara, que prendí. Había dejado su cuaderno de notas abierto. No me acerqué inmediatamente; observaba, ilegibles en mi distancia, las líneas que escribían las cuatro palabras. La verdad es concreta. Impresión – emoción –   de inutilidad, de cercanía, de límite, de intrusión, de derecho a la intrusión. Sé ahora que me sentía inhábil, abrumado; los trazos latían un orden, y yo desconocía la posibilidad de su aprehensión.

 

 Devolví la oscuridad al rincón y permanecí esperando a ver dibujarse los contornos de los libros, del cuaderno; alargué una mano y lo cerré.

 

 - George, he dejado tu traje sobre la cama.

 

 A mi espalda, mi madre comenzó a subir la escalera que conducía al primer piso. Esa noche no la oía ascender desde arriba, el crujido de la madera bajo sus pies, sino desde donde mi padre acababa sus jornadas, leyendo y escribiendo en silencio; esa noche no iría a dormir tras escuchar el movimiento sobre el suelo de la silla en la cual yo me hallaba sentado. Esa noche, mis pasos en la escalera serían los últimos en resonar.

 

 En la mañana siguiente, en el mismo coche que aparcara frente a nuestra vivienda, nos dirigimos a la base. Mi madre en el asiento de atrás. Sobria y pálida, diría que la mirada sobre sus manos sobre sus rodillas; un esfuerzo por evitarse ausente la mirada. Imagen clara y quieta en mi recuerdo de su reflejo en el retrovisor. La percibía inasequible – así aún mi evocación, negado al intento de la precisión; entregado al niño –, bella porque detenida. Ya para siempre inhumana.

 

 Una pausa más, aún. El chófer bajaría del vehículo antes de que yo lo hiciera; abrió la puerta de atrás junto a la cual mi madre había permanecido sentada. No vi a los oficiales hasta que uno de ellos inició un movimiento hacia nosotros; habían esperado ordenados ante al edificio. Sé que quise rechazar esa dignidad disciplinada. El cielo se velaba de nubes. Mi madre caminó del brazo de quien se adelantara a recibirnos hasta aquella puerta principal; detrás, yo precedía al resto del cuerpo militar. Dentro, una recepción, injustificables – por ello inconsiderados – saludos marciales, banderas sin desplegar, susurradas condolencias. Un olor metálico saturaba la habitación, moderado, correlato – confirmación – de una mecánica de oficina. Sólo tres salimos de allí para penetrar y atravesar el pasillo que llevaba a la capilla.

 

 Dos figuras formaban a los lados del ataúd, elevado sobre el suelo. Mi padre en él. En su rostro, fija en mi memoria, la expresión bondadosa que aún adoro. Sólida. La quietud de los dos soldados y la quietud del cuerpo; una me resultaría impúdica. Sólo ahora puedo usar un adjetivo. Porque sólo ahora sé de él. Palabra de límite, de moral. Mi madre ante mí, resuelta en imagen de soledad. Ante mí, una consecuencia, precisa, no verosímil, siquiera conceptual – reino de lo accesorio –. Concreta.

 

 He conocido que Bertolt Brecht escribiría aquellas palabras en una pared de su refugio en Dinamarca, en la década de los años treinta del siglo XX. ´La verdad es concreta´. Salía de Alemania. Hitler. Cuando mi padre le encontró en aquella estación, Bertolt Brecht acaso habría ya dejado de escribir en la Volkswille; cuando mi padre le encontró, acaso iría a tomar el tren a Berlín. Como sea, no podía saber. Pero sabría, diré que lejos de lo creíble, absorto en la certeza de lo palpable y referible, pues considerado en sí mismo. Como un cuerpo muerto en una capilla de un edificio militar. Sensible estado y coordenadas de aceptación a situar o rechazar. Entonces – adverbio temporal que no establece continuidad – advertimos palabras como articulaciones lingüísticas en inclinación de asíntota, incapacitables, pues reflejo o imagen o metáfora o física de la pretensión: frío, hambre, sangre, muerto, …

 

 O injusticia, usado el término y errada una imaginación que desvincula o difumina o miente referencia pues no conocido el latido que se sabe propio: `Yo prefiero la injusticia al desorden`, establecería Goethe. Excremento. Notable muestra de la afectación, de la escritura de premisa articulada – identificada – en reflejos cuyos espejos, invariadamente, tienen fría su superficie. Arbitrario, porque arte.   

   

 Latido. Su certidumbre inequívoca, pues aquí, propio; concreto, pues mío, no mentido, nítido ritmo, disciplina de la sangre desde el frío o el hambre o lo muerto. Una verdad como un cadáver o un asesino o una fuga o un exilio. Un pulso desde su desconcierto o su llanto. Excremento creer que se puede negar o interpretar.

 

 Unas palabras en una pared en un refugio en Dinamarca. Die Wahrheit ist Konkret.

 

 Riesgo en su olvido.

 

 

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Traducción: Albert Sans. Copyright 2009. 

 

 

 

 

 

 

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