Los dedos de ceniza.
Apareció en el corredor principal. Era la sábana blanca de las ilustraciones de los libros de mi niñez: suspendida en el aire, con una cadena y una bola de hierro a ella unida. La sábana se tensaba lisa en redondo por arriba, como en bóveda, y caía ondeando, agitada, diríase, por desconocidas ráfagas de viento.
Era la sábana blanca el fantasma, decía, mas sin representación de rostro alguna, quiero decir sin la mueca de espanto que aquellos dibujantes trazaban. Al principio se quedaba en el corredor, día y noche; cuando yo tenía que pasar cerca de él, se hacía a un lado y volvía al mismo lugar poco después.
Me acostumbré a su presencia.
Una medianoche, demorado yo en el salón por una tarea, anunciado por la esquiva sábana, vi aparecer al fantasma en el umbral de la puerta. Le saludé y continué trabajando. En la siguiente ocasión le invité a entrar y entró. Mi escritorio y mi sillón no se encuentran lejos de la perpetuamente encendida chimenea cerca de la cual se disponen también varios muebles y una espesa alfombra y otro sillón. Le invité a sentarse y el fantasma se decidió por éste para hacerlo. La escena se repite desde entonces. Su aparición hace más ligera mi ocupación. Menos grave, diría. Su compañía me es agradable y suelo aplazar quehaceres hasta las horas de su visita. Es educado, nunca ha penetrado en estancia alguna donde yo me encuentre sin detenerse antes en el umbral y esperar un gesto de consentimiento que sabe que no necesita.
Entendí que aquella sábana erizada sólo pretendía anticipar mi hostilidad. Así, una de las primeras noches me senté sobre la alfombra ante el fantasma y, tiznándome los dedos de ceniza de la chimenea, esbocé un rostro afectuoso sobre el lienzo blanco. Y la sábana dejó de ondear.
La bola de hierro pintado que hala parece más una elección estética que la revelación de una condición ojalá que pronto pasajera. Acaso se vaya antes que yo muera. Pero si yo muero antes, puede que nos encontremos otra vez, fantasmas los dos, y sigamos acompañándonos la soledad. Y si mientras tanto él me dejara, yo podría ser la sábana sin rostro de alguna otra alma en pena.
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Los dedos de ceniza es un texto narrativo breve escrito por George C. de Lantenac, incluido en la obra Las flores del fuego y traducido al Español por Albert Sans - Copyright –. El texto se reproduce con el expreso consentimiento del traductor.